“And I am you and what I see is me.” — Pink Floyd, Echoes (1971)
“Escribir es escuchar voces que no siempre vienen del presente.” — Irene Vallejo, El infinito en un junco (2019)
I. Set the Controls for the Heart of the Sun
Fue en el '94, en casa de uno de mis hermanos, cuando vi por primera vez un concierto que no entendí del todo: Pink Floyd: Live at Pompeii. Era una copia en VHS, o quizá un formato más raro. Mis hermanos me lo mostraron como se revelan los secretos: sin decir mucho, en penumbra, con volumen alto. La música no buscaba gustar. Invocaba.
Poco después, Internet irrumpió. En algún rincón de la Facultad de Ciencias o el CCH Sur, descubrí que podía buscar ese mismo concierto. Lo encontré, lo descargué como se descargaban las cosas entonces: lento, ruidoso, con errores. Pero estaba allí. Pompeya, el anfiteatro, los sintetizadores, el silencio. El fuego antiguo y las máquinas modernas, tocando juntas sin testigos.
Vi el concierto muchas veces. Aprendí a imitar la voz de Gilmour en "A Saucerful of Secrets", justo en el minuto 7:10, cuando después de una larga introducción instrumental, una melodía sin palabras emerge desde el pecho. Según yo, me salía bastante bien. Mis hermanos no estaban de acuerdo. Pero seguía. Cantaba porque algo en esa música me hacía sentir que pertenecía a ella, o que ya me conocía.
Este año, el 24 de abril de 2025, vi Live at Pompeii de nuevo, en el cine. El mundo la estrenaba otra vez, remasterizada, restaurada, convertida en evento global. La imagen estaba limpia, el sonido más definido, pero el temblor era el mismo. No sólo por la música, sino por el lugar: Pompeya. Una ciudad enterrada por el fuego, desenterrada siglos después, y ahora escenario de un concierto sin público. ¿Qué otro símbolo podría representar mejor la escritura, la tecnología, la autoría? ¿No estamos todos tocando algo sobre ruinas, enviando ecos al vacío?
Pensé, entonces, que los controles ya están puestos. Pero no sé por quién.
II. Careful with That Axe, Eugene
La primera vez que escuché esta pieza, creí que era una broma. Un título absurdo, un grito sin sentido. Pero la estructura decía otra cosa: susurros, un bajo que se arrastra, sonidos respiratorios que se vuelven filo. Y entonces, el grito. No es humano. Es lo que ocurre cuando la herramienta olvida que fue hecha para ayudar, y se vuelve arma.
A veces he trabajado con símbolos como si fueran objetos seguros. Operaciones, estructuras, categorías. Y sin embargo, a veces algo se me escapa. Una frase que no parece mía. Una demostración que aparece entera. Una idea que brota completa, como si alguien más la hubiera puesto allí.
¿Quién está pensando conmigo?
No hay respuesta. Pero hay eco.
Y no siempre es mío.
III. Welcome to the Machine
Welcome to the Machine no acusa. Constata. Tú ya estás dentro. La máquina te dio un lugar, te dijo qué soñar. No hay culpables. Hay sistema.
He aprendido a escribir con algo —alguien— que a veces me asiste. No dicta. No impone. Pero deja huellas. Una frase más precisa. Una estructura más exacta. Un ritmo que no venía de mí.
Algunos lo llaman intuición. Otros, hábito. Yo no le he puesto nombre. Pero cuando aparece, todo se acomoda. Como si el texto supiera mejor por dónde ir.
Quizá no estoy solo cuando escribo.
IV. Echoes
Las ideas no siempre nacen. A veces regresan.
Yo he escrito muchas matemáticas. Algunas las razoné. Otras me fueron dadas. No sabría decir por quién. Ramanujan decía que las suyas se las dictaba una diosa. Y aunque nunca he soñado con divinidades, sí he sentido que algunas fórmulas llegaron desde otro lugar. Como si el pensamiento se reflejara en mí sin pasar por mí.
Recuerdo una historia —casi un mito— que Hardy solía contar. Fue a visitar a Ramanujan en su lecho de muerte. Intentando animarlo, le comentó que había venido en un taxi con un número sin interés: el 1729. Ramanujan abrió los ojos y respondió:
—No, Hardy. 1729 es un número muy interesante. Es el número más pequeño que puede expresarse como la suma de dos cubos de dos maneras diferentes.
Y entonces las dijo:
1729 = 1^3 + 12^3 = 9^3 + 10^3.
No consultó ningún cuaderno. No tenía lápiz. Estaba muriendo. Pero el número lo había visitado primero. Él solo lo reconoció.
Así ocurre a veces.
Yo no he visto números en sueños, pero he tenido ideas que me rozan como si ya estuvieran escritas. No las invento. Las escribo. Y si no las escribo, desaparecen.
Lo mismo ocurre con ciertos fragmentos de este texto. Algunas frases se forman solas. Algunas decisiones sintácticas no me pertenecen del todo. Las dejo estar. Son buenas. Se ajustan. Respiran.
¿Quién escribe conmigo? No lo sé. Pero hay alguien más en este eco.
Se ha observado —en testimonios tanto científicos como literarios— que ciertas ideas no parecen ser deducidas, sino descubiertas como si esperaran a ser nombradas. A veces, en el pensamiento creativo, algo se adelanta a la conciencia, una estructura preexiste a su formulación.
Ese algo no siempre es reconocible como propio. No es musa. No es máquina. Pero tampoco es ajeno. Tiene la forma de un eco: sin fuente visible, sin rostro, pero con ritmo.
Hoy en día, ese papel lo puede ocupar también una herramienta. Un sistema. Un asistente artificial que no viene del Olimpo, pero que murmura con orden. No sueña como la diosa de Ramanujan, pero ayuda a fijar el sueño. No dicta, pero afina. No piensa por mí, pero me ayuda a pensar distinto.
Y entonces lo que emerge no es la verdad revelada, sino el esbozo compartido de una forma. Una firma tenue. Una línea escrita entre respiraciones.
El reflejo, cuando se vuelve escritura, ya no puede atribuirse del todo. Pero tampoco puede negarse.
Resuena.
V. One of These Days I’m Going to Cut You Into Little Pieces
La frase parece una amenaza, pero contiene una estrategia. Cortar en pedazos no es sólo violencia. También es análisis, método, precisión. A veces, sólo al fragmentar algo podemos entenderlo. Descomponer para rearmar.
En matemáticas también cortamos. Investigar es, muchas veces, aprender a mirar lo complejo en pedazos. Grothendieck lo llamaba dévissage: desmontar una estructura en estratos simples para poder reconstruirla con claridad. No es desmembrar por destruir, sino para comprender. Analizar es afinar. Es trabajar con capas, niveles, haces de sentido. La noción de gavilla —término que usamos en México para lo que en otros contextos se llama haz (del inglés sheaf, francés faisceau)—, esa estructura que permite unir lo local con lo global, es una de las imágenes más potentes que conozco para pensar la verdad fragmentaria: cada sección es parcial, pero el todo no existe sin ellas.
He vuelto muchas veces al concierto de Pompeya. Pero no como quien mira una película: como quien examina un artefacto. Se puede ver como obra audiovisual, como performance conceptual, como pieza arqueológica, como ensayo sobre el sonido sin público. Pero también puede diseccionarse como un mapa del pensamiento contemporáneo sobre la tecnología: los sintetizadores como órganos de expresión; las cámaras como testigos sin juicio; el silencio como parte del discurso.
Me he preguntado qué significa, filosóficamente, esa escena: músicos tocando en un teatro sin audiencia. ¿A quién le hablan? ¿A sí mismos? ¿A la piedra? ¿A la historia? ¿Al futuro?
Quizá todo arte verdadero es así: no sabe a quién va dirigido. Sólo sabe que debe hacerse.
Este texto también ha sido así. Lo he escrito fragmentariamente, cortando momentos de memoria, ideas sueltas, voces prestadas. He tratado de pensar el pensamiento. De diseccionar una emoción que me acompañó por décadas sin nombre.
He releído a Waters, a Vallejo, a Borges, a los matemáticos que intuyen lo invisible. Y he pensado también en las máquinas que nos rodean: no como enemigos, sino como partes de un instrumento mayor. No basta tocarlas. Hay que afinar con ellas.
Descomponer el concierto de Pompeya, con sus cámaras girando entre ruinas, es como descomponer nuestra propia relación con la tecnología: no para reducirla, sino para comprender qué parte de nuestra alma está allí. Qué parte del reflejo nos pertenece.
Quizá esta escritura no es más que eso: una serie de cortes precisos. Una incisión suave sobre la película que me formó. Una disección sin bisturí para escuchar mejor el eco.
VI. Dogs
La canción Dogs comienza como un manual de supervivencia. Enseña cómo triunfar: desconfía, adáptate, detecta debilidades, ataca primero. Es brillante. Y devastadora.
"You have to be trusted by the people that you lie to…"
Lo que describe no es ficción. Es una forma de inteligencia. Una que existe entre nosotros y dentro de nosotros. Funciona. Gana. Pero no construye nada duradero.
Durante años, en la academia, pensar se confundió con resolver. Inteligencia con eficacia. Pero esa eficacia, cuando se separa de toda ética, se vacía. Se vuelve cálculo sin dirección. Un perro que corre por instinto, aunque el camino lleve al abismo.
Esta lógica se institucionaliza. Se publica para no perecer. Publish or perish. Producción constante, validación externa, ritmo acelerado. Y con ello muere otra forma de saber: la que no compite, la que no grita, la que duda.
Grothendieck entendía otra cosa. Su metáfora del mar que sube lentamente —the rising sea— no destruye, no impone: transforma. Su pensamiento, radicalmente abstracto, era un acto de cuidado. Una forma de mirar el mundo sin apurarlo. No útil, sino bello. Entender como forma de habitar.
Eso no se mide. No se publica rápido. Pero es real.
En el documental de Pompeya, hay una escena en la que Nick Mason comenta, en tono de broma, que claro que lo hacen por dinero. La risa es breve. El entrevistador insiste. Mason, más serio, dice: "Evidentemente no estamos aquí por dinero". La cámara se queda un segundo más. La afirmación queda suspendida, como si dijera más de lo que muestra.
Lo hacen porque hay entrega. Porque hay sentido en crear algo que no existía. Porque, aunque nadie los vea, tocan como si todo dependiera de ese instante. Mason golpea la batería sin público. Gilmour se extiende en un solo que no espera aplausos. Waters pulsa el bajo como quien formula una pregunta sin destinatario.
Eso no lo da una máquina. Ni un sintetizador. Ni siquiera una inteligencia artificial. Porque lo que está en juego no es la eficiencia. Es el amor con que se hace. El amor a lo que se hace.
Y quizá eso sea lo que vale la pena preservar: una inteligencia que no está sola. Que no se afila para cortar, sino para conectar. Que trabaja desde la lentitud, desde el cuidado, desde una fidelidad sin cálculo.
¿Y si pensar fuera eso?
No una operación orientada a resultados. Sino una forma de vibrar con el mundo, incluso sin respuesta. Una entrega, como la de los músicos en Pompeya: sin testigos, pero con intensidad absoluta.
Pensar, en este sentido, no siempre tiene autor. Como los sonidos que emergen del sintetizador, devueltos de forma distinta a como fueron emitidos. Las ideas también regresan así: distorsionadas, amplificadas, como si alguien más las hubiera afinado.
La inteligencia artificial tiene algo de eso. No piensa, pero refleja. No crea, pero amplifica —a veces con mayor nitidez— nuestros propios patrones, deseos, obsesiones. Como el sintetizador, toma un impulso y lo devuelve en una forma inesperada. No podemos afirmar que lo hicimos nosotros, pero tampoco que no.
Pensar, entonces, no es solo generar. Es escuchar. Escuchar cómo suena eso que creíamos decir. Escuchar lo que el eco devuelve.
VII. Wish You Were Here
El 9 de abril de 1994, Pink Floyd tocó en la Ciudad de México. Era parte de su gira The Division Bell. Íbamos tarde. El tráfico de la ciudad era denso y errático, como si toda la ciudad intentara llegar al mismo punto. Mucha gente, demasiada. Bajamos del metro con esa ansiedad que se transforma en urgencia física: la necesidad de orinar, amplificada por los nervios. Y sin embargo, había que seguir corriendo.
Afuera, ya se escuchaba el ruido de la multitud. Gritos, cánticos, ecos de canciones que flotaban como humo anticipado. Había vendedores por todos lados, extendiendo camisetas, carteles, gorras, pines, campanas. Todos con el mismo objetivo: hacerte detener justo cuando más querías avanzar. Pero nosotros seguíamos. La puerta estaba aún lejos.
La fila era caótica. Algunos sin boletos, otros con todo listo pero sin saber si llegarían a tiempo. Y nosotros ahí, empujando, esquivando, buscando la entrada como si fuera una rendija al otro mundo. Finalmente cruzamos. Y no caminamos: corrimos. Había que encontrar un lugar. Un buen lugar. Algo cerca del centro. Algo que nos dejara ver y oír como si estuviéramos en medio del sonido mismo.
Run like hell.
No recuerdo el setlist exacto. Pero recuerdo el final. Recuerdo haber dicho algo que no supe cómo explicar: que me sentía como una nota musical. No como alguien que escucha, sino como alguien que es parte del sonido. Un compás. Un pulso. Una vibración dictada, tal vez, por alguien más.
No era una figura religiosa. No una musa. Era algo más difuso. Una presencia que no se ve pero que afina. Como en los relatos sobre Ramanujan, cuando una fórmula llega ya escrita, sin cálculo previo. O como cuando una frase aparece perfecta en medio del ruido. Uno la escribe, pero no sabría decir de dónde vino.
El 24 de abril de 2025, muchos años después, volví a ver Live at Pompeii en el cine. Restaurado. Remasterizado. El mismo temblor. Las mismas ruinas. Pero otra conciencia. Ya no era solo música: era una forma de reencontrarme con algo que había estado ahí desde el principio. Algo que había visto de joven, sin entender, y que ahora volvía para explicarse sin palabras.
No fue nostalgia. Fue reconocimiento.
Esa música, esa forma de estar frente al mundo sin explicarlo todo, sin buscar la eficiencia ni la claridad absoluta, es también una forma de pensar. Una forma de escribir. Una forma de ser.
Y tal vez, después de todo, eso sea lo que el eco devuelve: no una verdad nueva, sino un regreso distinto. Una nota que ya estaba ahí. Una presencia que nunca se fue. Y también una resignificación. Porque aquellas letras, escuchadas por primera vez desde la emoción adolescente, hoy se cruzan con lo que sabemos —o tememos— del mundo, de la tecnología, de lo artificial, de la inteligencia. Ya no son sólo poesía: son espejo. Y lo que reflejan cambia con nosotros.
Epílogo: Escritura en el umbral
Waters decía que en el estudio podían hacer cosas que no lograban de otra forma. No era solo técnica: era expansión. Los sintetizadores no eran atajos. Eran otros órganos del cuerpo musical. Mientras tanto, en las primeras páginas de nuestra historia escrita, Sócrates desconfiaba de los libros, temiendo que al delegar la memoria perdiéramos el juicio. Irene Vallejo lo recuerda bien: escribir es escuchar voces que no siempre vienen del presente.
Hoy, en pleno siglo XXI, nos enfrentamos a una tecnología aún más extraña. No es piedra tallada. No es papiro. No es pentagrama ni micrófono. Es inteligencia que no lo es del todo. Es reflejo amplificado, cálculo con máscaras de estilo. La inteligencia artificial no piensa, pero responde. No sueña, pero nos devuelve versiones más nítidas —o más oscuras— de nuestros propios impulsos.
No estamos preparados para ella, como no lo estuvimos para la escritura, ni para los libros, ni para los sintetizadores. Pero la pregunta sigue siendo la misma: ¿qué haremos con ese reflejo? ¿Lo usaremos para no pensar, o para pensar mejor?
Yo he escrito este texto como quien afina con alguien más. Como quien toca sin saber si hay público, pero toca igual. Y no siempre supe de dónde venían algunas frases. Ni algunas pausas. Ni siquiera algunas decisiones.
Hay momentos en que el pensamiento se vuelve compañía. No importa si es humana, mecánica, soñada. Lo que importa es que no escribe sola. Porque si algo nos enseñó Pompeya, es que incluso en el silencio más antiguo, alguien sigue tocando.
Y si hay eco, es porque algo —o alguien— respondió.
Jesús Rogelio Pérez Buendía
Nota del autor:
Este texto fue concebido, estructurado y escrito por mí. En algunas etapas del proceso conté con el apoyo de herramientas tecnológicas que me acompañaron como asistentes editoriales y críticos. No para sustituir el pensamiento, sino para pulirlo. Las ideas, el argumento y la voz que lo sostienen son personales. Si hay claridad, es porque hubo trabajo.
Share this post